Un hombre que lleva su vida entera encerrada en un coche destartalado y se gana el sustento vendiendo espléndidas mentiras, o unos hermanos que vuelven a encontrarse con el padre cuando ya no queda nada por decir y perdonar. Luego, de repente, la voz de una mujer cansada de un hombre que la hizo feliz, o un joven que lee en voz alta y una niña que escucha para olvidar… Entre camas deshechas y jarrones rotos, con las luces apagadas para contar la verdad, bailan los cuentos de Marcelo Lillo, un narrador que muestra de cerca la desolación y de vez en cuando se asoma con pudor a la felicidad.
No estamos hablando de un autor joven que apunta maneras, sino de un hombre maduro, dueño de un estilo que lo une a los grandes maestros, y que hace tiempo ya publicó algunos de sus trabajos, pero pasaron los años y Lillo iba acumulando sus hermosas historias en un cajón sin atreverse a más y sin salir de Niebla, un pequeño pueblo costero de Chile.
De vez en cuando, como todo el mundo quiere ser un homenaje a un gran maestro casi desconocido. ¿Cabe que sea tarde ya o que Niebla quede a trasmano? Nunca es tarde y nada está lejos cuando hablamos de buena literatura.