Carmen García vuelve a describir la oscuridad. Y dice que no es el revés de la luz, sino una sombra blanca, un espíritu que cruje y nos despierta, puntual en medio de la noche. Túneles subterráneos conectan las habitaciones de la memoria y el sueño. La división entre un territorio y otro no existe. Tampoco el tiempo que, en lugar de una línea —a medida que leemos, recordamos—, constituye un flujo de imágenes que se alejan del centro y regresan. La secuencia es una sucesión de seres dispuestos a desprenderse de su forma. Constelaciones, animales, vasos rotos. En palabras robadas del poema: todo lo que estuvo y volverá de pronto.
El lugar donde nacimos por última vez
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El lugar donde nacimos por última vez conforma un universo que se desdibuja y muta. El pueblo abandonado por donde deambulan las muchachas que protagonizan estos poemas es también el fondo del agua y la cuenca del ojo. El límite de las formas es una convención que no preocupa a quienes encienden las lámparas que alumbran bajo tierra. Ciegos, insomnes, fantasmas que se desprenden de las cosas.
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