John Locke le asigna a la memoria un lugar en su Essay of human understanding, pero dicho lugar no solo queda reducido a una función del conocimiento, sino que se articula con el concepto de tábula rasa, que implica en buena medida eliminar su nexo con la historia. En efecto, si hay una recuperación del pasado por los pensadores del siglo XIX, esta estuvo unida sobre todo a la necesidad de contextualizar el pensamiento al interior de la historiografía universal pero no con la memoria. Sin embargo, es esta función objetiva de la historia la que resultó severamente cuestionada por pensadores como Franz Rosenzweig frente al horror de la primera guerra mundial, y luego por otros pensadores como Adorno y Levinas frente a la experiencia de los campos de concentración en la segunda guerra mundial. La historia oficial se transforma así en un dispositivo totalitario donde la singularidad de las formas de vidas individuales es suprimida a favor de la marcha de una historia impersonal. Es en este punto donde el traumatismo cobra relevancia como vía para mantener viva la memoria. Ella permite articular una recuperación del pasado en una forma de experiencia histórica viva que se opone y opera como forma de resistencia al relato impersonal de la historia universal. Si Walter Benjamin fue uno de los primeros pensadores en advertir el rol emancipador de la memoria a partir del trauma (shock), es a través del pensamiento de Emmanuel Levinas que se proyecta este rol de la memoria a la base de una historia “otra”, aquella de los marginados y de los perseguidos.
Historia, trauma, memoria
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La memoria como la historia han ocupado desde sus inicios un lugar mayor para el pensamiento occidental, lo que se puede advertir tanto en Aristóteles, Platón o San Agustín. Sin embargo, este estatuto eminente que ocupaba la memoria fue progresivamente abandonada en la modernidad.
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