Estamos frente a un libro que no concede entrada a la belleza desde lugar que no colinde con el dolor. El dolor real cruza estas páginas, cada verso es una cicatriz que fue herida abierta, expuesta a la medicina alopática, desalmada y fría. La enferma está entregada a un proceso que no dirige y que la mantiene en un círculo de tormentos del que solo puede escapar con la expresión detallada de su experiencia. Se abre un espacio donde la falla del cuerpo puede mostrarse sin interferencias ni paternalismos. No hay redención, no hay cura posible. Sólo la aceptación sin ambages de todo síntoma, diagnóstico y procedimiento permitirá a la enfermedad transformarse en signo definitivo, en glosario. Cuando se da espacio a la herida para remitir a sí misma, a esa vulnerabilidad primera, a la ausencia de alivio, sin prestarse a ser metáfora de nada más —el dolor físico tiñe las percepciones del color de una costra dura— ocurre que el dolor se trasciende, en la poesía, como testimonio irrefutable.
ALEJANDRA DEL RÍO