Apasionado, dulce, ambiguo, doloroso, el encuentro entre dos varones se repite domingo a domingo en un pequeño departamento. Desde allí se asoman al balcón frente al que se despliega el horizonte majestuoso de árboles y edificios de una Buenos Aires pobre y necia, que grita su ruina. Vendrán inmediatamente los días que los separen, los de la semana, la que los seres humanos dedican al trabajo y la familia. Y volverá luego el día de la entrega y la celebración.
A la cálida primavera que anuncian los jacarandás de las plazas, la precedió la lluvia y le sucederá el frío. A la luz del ocaso, antes y después, el sol de la mañana. Y sobre la superficie clara y mínima de esas horas juntos -las del sexo y la conversación de pocas palabras, un banquete que sacia y desespera- se extienden irremediablemente las sombras de las que está hecho el amor.