César Aira ha realizado como nadie el programa macedoniano (“Yo quiero que el lector sepa siempre que está leyendo una novela y no viendo un vivir, no presenciando ‘vida’. En el momento en que mi lector caiga en la Alucinación, ignominia del Arte, yo he perdido, no ganado lector”) y quienes cuestionan su poética –también recusarían la de Macedonio Fernández– en verdad detestan la literatura. O para decirlo mejor: la literatura les parece muy poco, consideran que la literatura no es sino un medio, un instrumento para referirse a “la vida”, traerla a cuento, remedarla. Es lógico suponer que para este tipo de lectores Aira debe resultar desesperante. Porque en sus novelas no hay ventriloquía sociológica, política, lingüística, psicológica o sentimental, nada de eso. En las novelas de Aira hay, apenas, literatura, pura peripecia, aventura enloquecida. En las novelas de Aira nos reencontramos con el dichoso instante del había una vez que nos devuelve a la infancia, al origen de todos los relatos. Había una vez: algo nos va a ser contado y será algo extraordinario, estamos en ascuas, a un paso de la felicidad de escuchar una nueva historia. En La princesa primavera, como siempre pero, quizá, más que nunca, Aira se desentiende de los personajes –esa frivolidad–, de la realidad –esa patraña– y de cualquier determinación ajena al relato, a su inagotable proliferación. De una vieja metáfora militar surge un “personaje”, el General Invierno, y, con naturalidad, su antagonista, la Princesa Primavera. Va a haber una guerra, no bacteriológica sino más bien meteorológica. En el medio, una inesperada pero irrefutable teoría según la cual los únicos que aman la lectura desinteresadamente, sin segundas intenciones, son los lectores de novelas “chatarra”.
RICARDO STRAFACCE