En un hermoso pasaje, Emily Dickinson justificaba su existencia en soledad: “Un alma con un húesped / raro es que marche fuera, / pues la divina multitud en casa / anula tal deseo”. Así que sin necesidad de traspasar siquiera el umbral de su mente, recorrió las más extrañas latitudes, dialogó con seres de sombra y luz, y volvió ilimitado lo real al convertir las cosas más sencillas y cotidianas en símbolos inagotables. Su grandeza está en haberle sabido dar un rostro al misterio que ella veía en la naturaleza y en su propia alma, en haber practicado una poesía metafísica que no se pierde en abstrusas entelequias, sino que resulta cercana, sensorial, llena de fulgurantes intuiciones. Quizás por eso, de la lectura de sus poemas se sale como de una ardiente bruma, de una inquietante niebla que, a un mismo tiempo, oculta y revela lo que envuelve.
La soledad sonora
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Nada menos que 1775, ese es el número de poemas que nos dejó Emily Dickinson (1830-1886), de los que solo vio publicados ocho. Pasó toda su vida en Amherst, Nueva Inglaterra, en el hogar de sus padres, apenas hizo cuatro o cinco viajes fugaces a ciudades cercanas como Washington, Boston o Filadelfia, y sus amores casi cuesta llamarlos así.
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