Los jardines que un rey hizo construir para su amada. Una tumba desmesurada para un solo hombre. Un dios con carne de marfil y ropajes de oro, sentado en su trono. Una estatua de bronce de treinta y dos metros de altura, el desafío de un discípulo a su inalcanzable maestro. El espectacular sepulcro rodeado de columnas de un reyezuelo presuntuoso. El templo más grande jamás construido, erigido para la diosa. Una torre en una islita cuya luz guiaba a los navegantes desorientados en la noche.
Los jardines colgantes de Babilonia, la gran pirámide de Guiza, el Zeus de Fidias, el coloso de Rodas, el mausoleo de Halicarnaso, el templo de Artemisa y el faro de Alejandría. Son las obras más impresionantes de la Antigüedad, el orgullo de las grandes civilizaciones del pasado, que aún hoy encienden nuestra imaginación. A ellas Manfredi suma otra, menos conocida e igualmente excepcional: la tumba-santuario de Antíoco I en la cima de una montaña de Turquía.