Una chica sin nombre es llamada por una mujer sin nombre a sentarse en un sillón de cuero. Le entrega unas llaves y le besa la frente. Es verano en Buenos Aires y la protagonista se olvida de comer, tiene pesadillas y es perseguida por cucarachas gordas. Al aceptar las llaves, ha aceptado también cuidar de una familia de cuatro gatos en una casa semi-vacía, donde los recuerdos parecen arrancados al azar. La falta es como un boomerang, la falta brilla por su ausencia, por definición.
A medida que avanza la trama, donde lo que importa es lo que no se ve, lo que no se dice, lo que permanece oculto, comenzamos a entender un árbol familiar de supresiones: una madre suicida, un padre que formó otra familia y envía dinero para lavar culpas, un ex novio violento internado en una institución psiquiátrica, una tía aferrada a su pasado de bailarina en París. En este tejido, la protagonista, una chica de veintitantos, se debate entre ser un gato bebé que no se puede parar sobre sus patas, o la gata-madre-leona que es capaz de matar por proteger a su cría.