“En la ciudad se pierde la noción de las horas del día, del paso del tiempo. En el campo es imposible”, empieza diciendo el narrador de esta historia, que a continuación va desgranando su día a día en una casa con una huerta donde se ha aislado de todo y de todos, tratando, acaso, de huir de sí mismo. El tiempo ahí casi se palpa, avanza sin premuras y permite sentir los detalles más minúsculos: los insectos, los ruidos, una hoja que cae, el olor de la tierra húmeda…
Esta historia empieza en enero, y se nos cuenta en capítulos que abarcan varios meses. El protagonista establece vínculos mínimos con personas del entorno rural en el que se ha autoexiliado, recuerda su infancia –aquel italiano veterano de alguna guerra que se ahorcó al confundir las luces del pueblo con fogonazos de cañones; aquellas historias que contaba la abuela, acaso reales, acaso sacadas de alguna película…–, evoca su llegada a la ciudad como estudiante, el interés por la estructura de las historias que contamos, el empeño en desentrañar el secreto de su funcionamiento; y evoca su relación con Ciro y su ruptura con él, que lo ha traído hasta ahí.