El «anochecer», ese espacio ambiguo entre dos luces, se convierte en el escenario en el que una voz dolida e inteligente nos habla de la soledad, la enfermedad, el encuentro entre muertos y vivos, la fuerza frágil de la palabra, la necesidad del arte.
Sin conocer en detalle la anécdota que genera el poema, el lector ingresa sin embargo en un ámbito de inmediata y poderosa intimidad que acaba haciéndole partícipe de una especial trascendencia cotidiana.
Se trata de una poesía delicada, oscura, inquietante y tremendamente visceral, que pone el cuerpo y las emociones en su mismo centro. Como ha dicho la autora en The New Yorker, «el lenguaje es como una flecha que siempre falla el blanco por un margen estrecho y es también algo que transmite emociones y sensaciones que producen dolor».